Natural. Sencillamente natural es su belleza que se mimetiza con el jardín japonés que construyó, era su orgullo. Ella detenía el tiempo recordando las palabras de su metódico maestro “Un hombre a lo largo de su vida tiene que plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo”.
Kido, cuando sus magras formas comenzaron a cambiar, sembró un futuro árbol, pero cuando le destrozaron el corazón, cayó al suelo sin poder moverse mucho tiempo, y su verde fuente de oxígeno no soportó su abandono y murió. Cuando Kido por fin despertó la cubrían raíces secas sedientas de amor, su pequeño árbol le había gritado por agua y ella no escuchó.
Las letras se dibujaban en sus neuronas y la arrancaban de la tierra firme, pero cuando las materializaba en papel no quedaba satisfecha, no sentía orgasmos literarios, terminaba divorciándose de todo.
Kido miraba su vientre en el espejo y sonreía maliciosamente, pensando que jamás daría vida a otro ser, por el contrario, su fantasía de usar su mente y cuerpo como objeto de placer que recibe y que da, la hacía sentir viva.
Al no cumplir con alguna sentencia antes mencionada necesitaba hacer algo.
“Cuando uno hace una promesa hay que cumplirla”- otra frase de su guía espiritual, y Kido juró en el lecho de su madre, justo en el momento en el que vio a unos coleópteros multicolores llevarse el alma de su progenitora, la llenó de besos húmedos y salados prometiendo que construiría un espacio que transmitiera paz.
Preparó el terreno, consiguió un césped menudito directo de Okinawa, variados bonsái con sus propios personajes de jade que al verlas contaban sus propias historias cotidianas, diseñó una laguna con cascada artificial y la llenó con peces de colores, desde el oriente le trajeron árboles del cerezo con sus floridos follajes rosados, construyó con troncos de bambú un pequeño puente, también pudo adquirir unas aves majestuosas, con un plumaje pintado con los pinceles de la naturaleza, las plumas del pavo real surgían como abanico que desencadenaba una visión rítmica, como una danza milenaria japonesa, que hipnotizaba a los visitantes. Y Kido se refugió en una casita de papel de arroz y varitas de bambú.
“Un suspiro diáfano y profundo es signo de felicidad complacida”, su cabello ya pintaba canas blancas, cuando después de aprender y construir, lo muestra al mundo. Que la paz que “aprehendió” es desprendida para contagiar a todos los que quieren sumergirse en el azul verdoso de la esperanza y detener el tiempo.
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