El cenicero lleno de puchos, un café humeante, y una botella medio vacía de pisco. Era el bodegón perfecto del día, Cristiano Iglesias de La Cruz era un hombre mayor, maniático de la luz natural, por eso esperaba los diferentes matices del día para obtener diversos enfoques, tenía ya una semana de levantarse a las cinco de la mañana, y aprovechar al máximo el amanecer, mezclaba mágicamente los colores, y si la tonalidad cambiaba dejaba de pintar. Cristiano era extraño y exageradamente obsesivo, por ejemplo si su mente imaginaba alguna escena y estaba haciendo el amor con alguna bella ninfa, la abandonaba entre las sábanas y no le importaba poder morir y renacer a la vez; no se alimentaba ni bebía agua hasta conseguir alguna inspiración forzada, claro está, pero así él era feliz. Cuando terminaba alguna obra agradecía al arte y brindaba con algún néctar que el Baco podía proveer, ah por cierto Cristiano era ateo, dejó de creer cuando vio morir violentamente a su amada, en manos de una loca que lo pretendía.
Su habitación- taller de interesante y asimétrico diseño era testigo de mundanas reuniones con sabor a alcohol y embriagantes perfumes exóticos, a veces convocaba a sus incondicionales amigos y organizaba un cuadro de excitantes formas y posiciones, pieles de alabastro y ébano enjugados en sudor, sobre espaldas y senos, piernas y rostros, el asunto era captar la esencia del un momento y Cristiano ordenaba la quietud de una estatua, pero fue fácil de conseguir, todos terminaban extasiados y dormidos, todo esto cuando el sol marcaba el mediodía hasta que la luz desaparecía bajando el telón de la noche. Nunca conocí a alguien tan extravagante y maniático al momento de pintar, jamás crucé palabras con él, podía verlo todo y siempre que yo quería desde el ojo de mi ventana, que daba directo a su taller. Era mi fetiche favorito, él era mi inspiración.
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